Esos ojos han visto las cordilleras de Sri Lanka, las sabanas centroafricanas, los hielos quebradizos de la Antartida. Esos ojos han bebido de las maravillas más hermosas. Pero jamás se hallaron ante algo así.
La viajera suelta la mochila al entrar en la habitación. Comienza a caminar, a explorar la profundidad de las raíces que recorren el suelo, enmarañadas entre muebles y barro. Acaricia los troncos rugosos de árboles extraños que no terminan en ningún sitio. Tantos caminos a sus espaldas, tantas botas rotas dejadas atrás, tanto tiempo lejos de todo lo conocido para que, por fin, en ese hotel, se sienta conectada con el mundo.
Fascinada por el hallazgo se agacha y acaricia la madera rugosa. Al pasar la mano sobre la raíz, toda la imagen selvática se deshace, dispersándose como el polvo del camino. A medida que la habitación se ve más clara, la viajera comprende que ya es hora de volver a casa.
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