Diana se había dejado llevar por la juventud, la pretendida inocencia y el atractivo exótico de aquel pinche de cocina somalí al que todos llamaban Amín, y había decidido entregarse a él como fuera y donde fuera, pero de forma inmediata.
Así que tras los correspondientes flirteos previos y la decisión de interactuar íntimamente consensuada, la joven abandonó el mostrador de recepción por unos minutos para acercarse a la zona de cocinas y buscar con la mirada posibles huecos para consumar el revolcón.
Estaba Diana en esa faena, cuando Amín se percató de la jugada y decidió actuar sin pensar demasiado cogiéndola por el antebrazo para hacerla entrar en la cámara de congelación, y una vez dentro, echar el cerrojo a aquella pesada puerta.
En apenas unos minutos de pasión desenfrenada desarrollada sin soltar ropa, y de cambiar de posición apresuradamente como si ese movimiento ayudara a prevenir la congelación, acabaron la faena apoyados en el cuerpo colgado de una ternera dispuesta para el destazado.
Ni el incómodo frío, ni lo macabro del lugar, ni la cercanía de una cocina que pronto comenzaría a bullir de actividad, restaron pasión a un encuentro que dejaría a Diana tan satisfecha que, aunque no solía, en esta ocasión estaba pensado en repetir...
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