lunes, 12 de junio de 2017

Gravedad

Miro la superficie del agua. Las ondas se expanden suaves y amplias. La piedra ha caído solitaria en el lago. Chocan rebotando contra los ángulos de la pantalla del televisor. Bebo de la pequeña botella extraída del mini-bar. Un olvidado amargor inunda mi boca. Por la nuca dolorida resbalan unas gotas que mancharán de rojo la toalla inmaculada. Llamo a recepción. Por si acaso.
—Señorita, soy la mujer de la habitación 718. Rizos cortados deambulan entre mis pies.
—No, ya no hace falta que suba. En la pantalla caen a cámara lenta manzanas de un árbol. Se posan sobre el césped.
—De veras, no suba. El whisky está bueno también así, sin hielo. Y por el mando del sonido de la televisión, tampoco se preocupe. Saldré temprano. Una muchacha muerde ahora con ganas la madura manzana que ha recogido a los pies del árbol arrugado.
—Me espera un largo viaje y tengo pocas horas para descansar. Le agradezco el interés, de veras, señorita. Estoy bien. Buenas noches también para usted. Jorge no me dio dos besos como a las demás. Recuerdo aquella primera vez. La toalla humedecida se ha vuelto pesada sobre mis hombros. Solo me dio un fuerte apretón de manos. Muy profesional. Como agarraba el volante de nuestro coche. Decidido. Con firmeza. Mi cuello también lo agarraba así. La niña juega con unas piezas que no le acaban de encajar. Un lego parece. Su risa debe sonar a gloria. El pelo corto y rojo me sentará bien. Como el viaje a ninguna parte y a todas. Solo hace falta echar a andar y aprender de nuevo a disfrutar. La niña sonríe. El lego encaja.

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